jueves, 23 de septiembre de 2010

La intolerancia avanza.


Es notorio el paralelo entre un crecimiento económico sin precedentes en el país, por un lado, y el avance, por el otro, de una ola avasalladora de intolerancia, enfilada hacia cualquier forma de pensamiento que cuestione los fundamentos ideológicos del modelo que ha permitido ese aumento de riqueza. Y es el propio Presidente de la República quien parece capitanear esa coalición conservadora. Sus célebres discursos del perro del hortelano dieron la pauta para excluir cualquier crítica a su nueva religión, en la que cree con el fanatismo del converso, es decir, aquel que debe dar pruebas redobladas de ya no ser quién fue, lo juro pordiosito. 

Acaba, por ejemplo, de incitar a los peruanos a “votar bien”. Luego agregó que la idea era que los pobres pudieran seguir siendo atendidos, pero todo el mundo entiende que su obsesión se encuentra en los aplausos de la tribuna Occidente. Sin embargo, sabe que los votos mayoritarios vendrán de las demás secciones del estadio: Oriente, Norte y Sur.

Ahora bien: ¿es solo el modelo lo que lo desvela? Su reciente confesión a los chilenos —nada menos, ahora que estamos en un diferendo marítimo en la Corte de La Haya— en el sentido de que está tranquilo mientras ganen Castañeda o la hija de Fujimori, pone en evidencia lo que muchos intuimos. A saber, que su inquietud mayor es asegurarse de que el siguiente gobierno no investigue los abundantes casos no esclarecidos de corrupción estatal producidos durante su segundo régimen, en espera de poder acceder a un tercero.

Pero, ya lo decíamos, fue el mandatario quien encabezó la cruzada. Detrás de él ha aparecido una cohorte de emuladores, dispuestos a fulminar toda diferencia de enfoque respecto de ese formato excluyente. Particularmente cierta prensa furibunda, dispuesta a lanzarse a todas las amalgamas y descalificaciones: terrucos, caviares, políticamente correctos, rojos, en lo político; pesimistas, deprimidos, envidiosos, en lo afectivo. Los términos se repiten una y otra vez. Lo relevante es que siempre son los mismos en la boca o en la pantalla de los mismos, sean columnistas de los medios o fujimoristas, apristas y toda la gama de los derechistas del siglo XXI.

¿Por qué tanta inquina? Acude a la mente la palabra fobia a lo distinto. Fobia viene del griego phobos, que significa temor. Quienquiera que se atreva a cuestionar la justicia de un sistema económico que distribuye la riqueza de manera profundamente desigual, es de inmediato objeto de una violencia verbal insólita en la historia de los medios de comunicación peruanos. Quiero decir que ya se han saltado las barreras entre los agravios públicos y los insultos de las riñas callejeras. Siempre existió, en todas partes, el intercambio de ofensas a través de los medios. Lo novedoso es esta modalidad de recurrir a términos reservados a otros ámbitos. El opositor ya no es un desinformado o un ignorante, sino un cojudo, o unlameculo, para ser más claros.

Esta corriente de furia coprolálica no solo se dirige contra quienes opinan de manera contraria al modelo económico predominante. Incluye, y este dato es significativo, a quienes defienden los derechos humanos. Esta causa, que por definición debería ser de todos, es sintomáticamente tratada como un peligroso socavamiento de las bases del sacrosanto modelo. Por eso decía que es significativa la fobia que produce en los representantes de esas posturas conservadoras, que incluyen al propio Cardenal, quien lidera una corriente que integra una mentalidad autoritaria en política y un dogmatismo religioso en su templo, donde debería permanecer, pero todos vemos que esto no ocurre. Domingo a domingo, desde el púlpito o la cabina de la radio, mezcla los asuntos de la Iglesia con los del Estado, sermoneándonos a todos. El Presidente asiente y se persigna: orate frates.

De modo que a la fobia conviene añadirle una rabia narcisista.
¿Por qué tanto temor y furia contra los derechos humanos? Se entendería el combate ideológico por un enfoque de la economía que muchos de quienes lo defienden creen que es el mejor, el único. Pero ¿los DDHH? Éste es el punto crucial para entender esa arremetida intolerante. El guión no escrito —el que dicta las leyes y comportamientos reales— es que solo mediante una hegemonía autoritaria es posible continuar con este crecimiento espectacular pero brutalmente desigual. Y corrupto.

No se necesita ser excesivamente suspicaz para darse cuenta de que esto va de la mano con una Policía cada día más contaminada e ineficiente, además de desmoralizada, y un Poder Judicial que se pasa de comentarios. Paradójicamente, el modelo fujimorista, cuyo jefe está —por ahora— en la cárcel, ha vuelto a imponerse. Sin la estridencia y el descaro de Montesinos, pero con la misma línea y ciertos ajustes inevitables: como pa’l tiempo.

Previsiblemente, esto trae violencia y conflictos sociales, pésimamente manejados, por lo demás, pese a las reiteradas advertencias de la Defensoría, una institución que nos esperanza porque permite imaginar lo que podría ser el Estado peruano en manos limpias, organizadas y trabajadoras. Todo eso sin mencionar el trabajo de zapa del narcotráfico, cuyas consecuencias ya estamos viendo en materia de inseguridad y corrupción, aunque estamos lejos de haber tocado el fondo mexicano o colombiano. Hacia allá vamos.

Para ser exhaustivos, hay que mencionar la negación de la realidad del lado izquierdo del espectro político. Así como la derecha no quiere ver los DDHH, porque cuestionan su proyecto autoritario, la izquierda ha ignorado el éxito económico y la expectativa legítima de amplios sectores de la población. Esta incapacidad culposa de reconocer la deseabilidad del dinero la aliena del imaginario colectivo. Ése es un trabajo importante que resta por elaborar, si se quiere conectar con los afectos de las mayorías. Para combatir la intolerancia, lo mejor es comenzar por identificar la propia.